Y podríamos en vez de pensar que somos una sociedad enferma por tanto conflicto, que éste, por el contrario, ha ayudado a entendernos como sociedad en lo más humano, en la diferencia. Comprender que somos una dinámica de procesos cambiantes en los que cada punto crítico, aporta un resultado positivo. Una sociedad comprensiva en alto grado del ser humano, de las personas fuertes, pero válidamente frágiles, alegres pero también conflictuadas.
Nuestra sociedad
Son valientes pero también sensibles, tristes, creativas, llenas de cualidades y de defectos. Una sociedad donde cada persona es un infinito plano de rollos e historias propias y que por eso, nos damos la pela por conocer al otro.
Sin embargo, todo esto parece hacer parte de un sueño anacrónico, perdido entre fragmentos de la historia cuando suceden acontecimientos increíbles:
En pleno siglo XXI después de varios tratados de derechos incluyentes de las culturas y los pueblos indígenas a nivel mundial, el gobierno colombiano pasa desapercibida la detención del compatriota, sabedor y taita Crispin Chindoy en Argentina por un supuesto “uso de la práctica ilegal de la medicina” al iniciar una ceremonia de Yagé a la que fue invitado a ese país.
Un habitante de la calle llora cuando se ve frente a su propia foto, después de años de no verse a sí mismo, ni siquiera en los reflejos en el agua…
Los campesinos dueños de las tierras en Cundinamarca, acuden con su hermosa identidad al centro comercial que les han construido en Guasca y se estrellan con que dado su aspecto, se les prohibe la entrada.
Y sus productos, expuestos y vendidos tradicionalmente en las tiendas que ya no existen, son rechazados ahora en las vitrinas y espacios de esa mole de cemento; los juzgan como muy artesanales se les exige el certificado de sanidad y su saber no aplica.
Un fotógrafo estrecha la mano, sonríe y habla con una persona que habita en la calle, y ésta le responde: “hacía tiempo que no hablaba con personas de verdad”.
Una amiga sufre un ataque de histeria cuando en un centro comercial al norte de la ciudad, no la dejan entrar con su novio de la comunidad indígena Huitoto, cuyo aspecto, es razón para el rechazo. Valieron los argumentos, el recuerdo de la larga historia en la construcción de derechos humanos, la Constitución política. Tanta teoría, tanta academia y tan poca práctica.
Un conocido caleño me cuenta orgulloso que trabaja en un puesto de seguridad bancaria y que ahí le va a ir muy bien, porque es grande, alto, fornido y sobre todo porque es negro y eso le da miedo a la gente.
Un habitante de la calle de dos metros de estatura dice: -Imagínese qué fue de mi vida con esta altura, la gente solo se me aproximaba para preguntarme cuanto medía.
“Yo no soy adicto a nada como todos piensan, solo al cigarrillo… mi vida no fue como me la imaginé.”
Un sueño anacrónico
Un sueño anacrónico, más presente que pasado, que se confunde con una herencia social histórica, fragmentos dolorosos de la historia resultan increíbles al ser leídos, pero siguen siendo presente.
Imaginar que las calles de otras épocas en la historia de Bogotá, acogían a los negros esclavos que no permitían entrar a ciertos lugares, las mismas calles que albergaron a los indígenas que eran resistentes a las leyes de indias y que eran desechados de los “feudos” por no aceptar las normas.
“La expansión de Santafé obligó a la incorporación de mano de obra indígena. La mita urbana estuvo destinada a dotar de fuerza de trabajo dicho proceso. Al ser abolida esta mita por el rey, en 1741, disminuyó el aporte de los indios a la ciudad. En las calles de Santafé, se podía ver a los indios “chontales” que no hablaban el castellano y no tenían sinceras convicciones cristianas. Los indios “ladinos” que hablaban su lengua nativa y el castellano y eran aprovechados como traductores; y los que se consideraban indios “urbanos” que eran criados de las casas de los blancos. Vestidos con mantas y otras veces de ruana, se les veía desempeñando oficios como aguateros, silleteros o arrieros.” Narra Vladimir Melo Moreno en su tesis sobre la historia de Bogotá a través de la calle.
Y es en las calles donde queda expuesto de puertas para fuera lo que no se quisiera ver en el hogar, en el espacio íntimo, el espacio “bueno y sano” del nosotros vs el “sucio y malo” de afuera.
En la calle, el bobo del tranvía, la loca Margarita , los locos, los “drogadictos” se repite despectivamente. No solo ellos, el afuera es connotado con lo que no sirve, como cuando se saca una silla rota, una máquina que deja de servir, Pa fuera! Como a los ancianos que ya no encuentran refugio en su hogar porque ya no son útiles para su familia, como los pensionados que en este sistema quedan desempleados desde los 50’s.
Porque al igual que los objetos, parece que los sistemas de seguridad, del mercado, de producción, de nuestra propia sociedad, actúa como una empresa, un sistema que juzga, acepta o rechaza; que se rige por parámetros de diseño y el estándar de servir o no servir, producir. Donde lo bonito, armónico, angelical, donde la estética implantada por “la modernidad”, tiene más posibilidad, donde lo que sirve (en el caso de los humanos, por la moda, por la coyuntura, por lo que se podría llamar “la tendencia” no solo del tweeter, sino de todo lo que los medios elijan repetir como loros), lo que preste un servicio, uso, es más aceptado. Y de momento, porque como casi todo es mediático el 1⁄4 de hora para ser “alguien” según estos estándares, es un hecho.
Un camino retorcido de la historia
Entre la historia del pasado y el presente, qué nítido es despertarse y ver que los campamentos de resistencia hoy, con campesinos, con desplazados que se toman la calle para la reivindicación de sus derechos… como las recordadas hordas de familias que llegaban en la época de la Violencia, permaneciendo en algún rincón del parque más cercano, muertos del miedo por el desconocimiento de la gran ciudad.
En la calle crecieron, en la calle vendieron lo que trajeron de su tierra ya que no podían ararla la calle. Allí mismo donde llegaban hasta las madres solteras, directamente del campo a querer saber “pa que son buenas”, terminaron prestando sus servicios de camareras, empleadas del servicio, acompañantes, o en último caso, de prostitutas, pues su vida volvía a empezar teniendo como punto de partida, La Calle.
En la calle, los borrachos que no pudieron llegar a casa Los que lloran por un desamor o una desilusión. Todos y todas en algún momento hemos hecho la vida en la calle, y no es descabellado pensar que hay una herencia de generaciones campesinas que desde la época de la violencia, hoy son hijos de los hijos que habitan en la calle… Por la falta de servicios en el sector rural, por el olvido, huyendo del dolor y la amenaza en épocas de guerra.
De la calle, hemos hecho parte todos
Cómo negar que todos hemos hecho parte de la calle, que esta es un punto de encuentro, cuando ha sido testigo de caminatas de enamorados, testigo de días enteros por personas que viven del comercio informal, el espacio de creación del gueto y del parche, pero también del pensionado, del desempleado, del vendedor y la vendedora. De la calle, hemos hecho parte todos.
Y era un paisaje normal durante los 80’s los recorridos de carritos de balineras con sus familias, acampando entre los barrios para recorrer de sur a norte, de oriente a occidente la ciudad, reciclando cuando no había un sistema que prestara este importante servicio.
Las caóticas empresas de aseo hacían lo que podían, Bogotá no se veía limpia y a nadie le parecía positiva la labor de muchas familias en las calles, y mucho menos que su epicentro de bodegas era ese estigmatizado y vetado sitio de la ciudad: El Cartucho.
2600 personas llegaron a vivir allí, 15 manzanas, como si fuera un gran gueto, casi como otro pueblo, durante épocas permaneció allí y fue invisible para los gobernantes de turno de la ciudad.
Allí se armó una cultura con sus propios códigos, su propia ley, su justicia, su autónoma. Tan extraña que en lugar de acercarse a conocerla era más fácil crear una imagen macabra, una estigmatización que era preferible mantener antes que cuestionar, antes que indagar su creación, su formación.
Entre múltiples razones que podemos cuestionarle a todos los gobernantes que durante décadas administraron la ciudad e invisibilizaron este lugar. Una razón importante es que muy seguramente el olvido es fruto de algo que no queremos ser conscientes: La verdad duele y duele saber que como ciudadanos, como sociedad a todos y todas nos creció un hematoma llamado Cartucho, producto de la desidia, indiferencia, desigualdad, de nuestra historia.
Fueron estigmatizados, pues para muchos, no asumían las prácticas del “buen vivir”, de los limpios, aseados, laboriosos, de quienes si practican la familia tradición y propiedad. La sociedad se divide casi en dos pueblos, ¿Acaso la ciudad nunca antes estuvo dividida?
¿Qué estamos haciendo para cambiar la historia?
Hay quienes afirman que la sociedad no ha estado dividida, que las posibilidades y el acceso a los Derechos Básicos Fundamentales han existido siempre para todos, que solo los que viven en pobreza, son los vagos, los que no trabajan. Y por qué llamamos “indios” a quienes atentan a nuestra seguridad. Por qué “Indio” es a quien llamamos peyorativamente?, y por qué ocurre lo mismo con la expresión Campeche?
La mayoría de la gente no quisiera considerarse habitante de la calle. Estar de ese lado de la sociedad que tendemos a juzgar, señalar, culpar de la inseguridad, suciedad, ese otro que casi con ímpetu maniqueo, el negocio de las religiones, nos permite culpar de casi todo lo malo que sucede en la sociedad.
Así como heredamos el miedo y muchas veces nuestras sensaciones de gusto y disgusto, a veces heredamos sin querer, un inconsciente colectivo, paradigmas establecidos… Y nos indignamos por las grandes guerras, lloramos por las atrocidades de las mismas, y no nos damos cuenta que tenemos una contienda día a día en la calle, con ese otro… ¿Qué estamos haciendo para cambiar la historia?
4 comentarios en “¿Cuál es la humanidad de la tan anhelada Paz?”
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