Por un vaso de agua

Habían pasado tantos años desde la última vez que Jaime fue a su pueblo natal que había olvidado la loma que tenía que subir para llegar a la casa de sus abuelos, el paisaje era muy diferente al de su infancia, la ciudad había cambiado mucho su forma de pensar y el hambre que tenía solo lo hacía anhelar el final de la subida, con la promesa de un almuerzo preparado por su abuela que cocinaba con un toque único, imposible de borrar del paladar.

Annie Sprat for Unsplash © Solkes

Bajó del bus cargado con una caja llena de cosas que había mandado su madre, no sabía qué había allí, solo que estaba pesada.

El sol era fuerte, las personas lo saludaban pero ya no recordaba nombres, todos eran apenas sombras sin rostro en la memoria, desconocidos amables que alzaban sus manos o se bajaban el sombrero.

Caminaba sin parar por el camino sin asfaltar, no pagaría a ningún mulero para subir aquella caja, era muy hombre como para depender de la fuerza de una bestia, pero el sol del medio día se alborotó como un avispero que le picaba el cuello, la cara y los brazos.

Llevaba media hora de camino, no había parado ni una vez a descansar, el sudor ya bañaba su espalda y su rostro mojado y rojo se apretaba por la fuerza que iba haciendo, aunque le hería el ego aceptarlo le temblaban las piernas por el cansancio, pero a pocas casas más arriba una anciana lo observaba con mirada compasiva.

Raul Angel for Unsplash © Solkes

Jaime vio cómo lo llamaban, la señora le ofreció un vaso de agua y una silla mecedora en la sombra para que descansara un poco, pero este la rechazó por su apariencia carateja y fea, su rostro tenía enormes parches de piel blanca y otros color canela.

Así mismo tenía los brazos y podía adivinar que su cuerpo entero debería estar igual bajo el enorme vestido, le desagradó mucho la imagen que le ofrecía la mujer al extenderle el vaso y con una mala cara siguió hacia el rancho de sus abuelos sin decir nada.

Sabía que había sido algo grosero pero no miró atrás ni se detuvo, el daño estaba hecho, ya había sido llamado maleducado y grosero por la anciana y no tenía intención de regresarse a pedir perdón, tenía mucha hambre como para perder el tiempo en eso.

Cuando llegó a la casa descargó la caja y se quitó la ropa sudada, se dio un baño y por fin disfrutó del tan anhelado almuerzo, se había cansado demasiado pero aun así ayudó a su abuela a guardar las cosas que había traído.

Mercado, ropa, zapatos y porcelanas envueltas en periódico era lo que había en la caja, se alegraba de que no se hubieran quebrado, la ropa había suavizado la caída cuando la descargó en la entrada.

Al terminar de guardar todo les dieron las cinco en el reloj, los abuelos se dormían temprano desde que eran niños, y por eso comieron antes del atardecer y se acostaron, Jaime hizo lo mismo, estaba muy agotado.

Cuando abrió los ojos el horror en el espejo lo hizo gritar, un vitíligo que nunca había tenido le descascaraba la piel entre blanco y negro, era sin duda peor del que sufría la anciana. Sus abuelos fueron a ver lo que había causado ese grito y se santiguaron cuando lo miraron sin camisa, le preguntaron si había hecho enojar a alguien el día anterior y este les contó la historia de su llegada.

Alex Quezada for Unsplash © Solkes

No había duda de que había sido ella, en el pueblo no era extraño escuchar sobre señoras que eran brujas o curanderas, y que hacían favores por algunos pesos, su abuelo le dio un pequeño golpe seco en la cabeza con el bastón y lo hizo vestirse para ir a disculparse con la anciana.

Bajaron la colina y tocaron a su puerta, Jaime se arrodilló ante la mujer y le pidió perdón antes de que esta les cerrara al verlos.

No tenía ninguna intención de perdonarlo, estaba muy ofendida por su rechazo, pero estimaba demasiado a doña Magdalena, su abuela, solo por ella lo hizo levantar y le trajo un vaso de agua para que se calmara, Jaime se lo tomó con la cabeza agachada, arrepentido. —Ojalá con esto aprenda a ser educado mijo, vaya tranquilo, vaya y me le lleva saludos a doña Magdalena—, le dijo como despedida y entró el vaso, ellos se fueron al rancho. Todo el día estuvo mirándose al espejo, pero nada había cambiado, y así caratejo tuvo que irse a dormir, resignado.

Al despertar, su piel había regresado a la normalidad, como si todo hubiera sido una pesadilla. Lloró de la felicidad al verse en el espejo, solo un parche blanco en su pecho le quedó como recordatorio de aquella lección aprendida.

No hay bibliografía relacionada.

Deja un comentario