Existe un fenómeno memorístico del que todos, querámoslo o no, somos víctimas alguna vez; se llama “todo tiempo pasado fue mejor”. Bueno, en realidad no existe sino que así le llamo yo.
Pensar en este fenómeno me hace recordar a mi abuelo Oreste, quien siempre contaba de sus aventuras corriendo lanchas o cazando palomas con su hermano cuando eran tan solo niños.
Mi abuela Nelly no dejaba de sorprenderme cuando me contaba cómo era esta ciudad cuando de pequeña paseaba en el tranvía que iba por el centro de la ciudad de la mano con su padre, quien usaba siempre sombrero.
También recuerdo a mi abuelo Miguel, quien contaba unas historias fantásticas de cuando era pequeño y vivió en la India, Hong Kong y Japón. Y cómo no recordar las travesuras de mi abuela Teresa, quien estando en un colegio de monjas, y con la gran incógnita de si las monjas tenían pelo debajo de la toca que llevaban, aprovechó durante un fuerte temblor para correr -no hacia la puerta para resguardarse- sino a jalarle la toca a una inocente y asustada monja, comprobando que efectivamente, sí tenía pelo.
Y así, cada uno a su estilo, no dejaban de reafirmarme que recordar era volver a vivir, y que todo tiempo pasado fue mejor.
Durante toda mi niñez y hasta los 15 años, viví fuera de mi ciudad natal, donde estaban ellos, y ansiaba visitar a mi familia.
Solamente quería entregarles mi imaginación y que la hicieran volar por todos esos lugares y experiencias que contaban con mirada encendida y sonrisa triunfal como si cada una de ellas fuera un trofeo imaginario que llevaban consigo y que hacía hinchar su pecho de orgullo.
Todos estos relatos los contaban con tanta nitidez y claridad que creo que lo que más se asemeja a las imágenes que dejaron grabadas en mi mente son las imágenes de un televisor en alta definición.
Sin embargo, este síndrome no sólo lo padecen los abuelitos y las abuelitas del mundo.
Se puede observar comúnmente también en adultos jóvenes y no tan jóvenes que recuerdan su infancia y adolescencia con una mezcla de nostalgia, optimismo, y convencimiento casi indestructible de que todo lo que ya pasó en sus vidas, fue la mejor parte de la misma. Muchas veces esto nos empuja, o nos frena más bien, de disfrutar el presente, y de mirar hacia el futuro.
Así, nos condenamos a nosotros mismos y al pobre futuro, que sin siquiera haber llegado, ya lo tachamos de malo.
Leí por ahí hace un tiempo una frase que me parece importante mencionar, y es que (parafraseándola) algo así: no hay que llenarse las manos del ayer porque sino no tendremos con qué agarrar todo lo bueno que nos traerá el mañana.
Esta me pareció una manera más bonita y positiva de enfocar las cosas. Es decir, lo pasado fue bueno, y hay que recordarlo como tal, pero hay que vivir intensamente el presente para que en el futuro, esos recuerdos que tengamos de nuestro presente (o del pasado en ese momento), sean aún más increíbles.
Pero, inevitablemente todo esto me hace preguntarme: ¿por qué será que nos aferramos a esos recuerdos del pasado con tanta añoranza? Porque debo confesar que a mis 32 años, he sido víctima de este síndrome por mucho tiempo también.
Esta pregunta siempre me ha dado vueltas en la cabeza, y parece que no existe un antídoto. ¿Será que decantamos nuestros recuerdos y filtramos, convenientemente, solamente aquellos que valen la pena ser recordados?
La ciencia nos dice que recordar es como abrir un archivo en nuestra computadora; cada vez que lo abrimos, lo vamos modificando, aunque sea en una pequeñísima dosis. No nos explica por qué solemos aferrarnos a cosas del pasado, pero sabemos que al contar muchas veces una historia, esto forma redes de circuitos en nuestro cerebro que cada vez que accedemos a ellas, se fortalecen, haciendo más fácil su acceso.
Puede que cada vez que modificamos nuestros recuerdos más lejanos resaltamos únicamente lo agradable, y eso es lo que fortalecemos en nuestro cerebro, disfrutándolos más y más cada vez que los recordamos.
Como señaló Sábato en su libro El Túnel, “La frase ‘todo tiempo pasado fue mejor’ no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que -felizmente- la gente las echa en el olvido”.
Mi pasado define mi presente, y mi hoy definirá mi futuro. Lo único que sé con certeza en que sea bueno o sea malo, el pasado nos ha traído hasta donde estamos hoy.
Seguiré escuchando los relatos de mis abuelas una y otra vez (porque con los años los han empezado a repetir), y me detendré a saborearlos como cuando era niña. Y las historias de mis abuelos, que ya no están aquí, las atesoraré y las reviviré como un pequeño homenaje de lo que me dejaron: la indudable certeza de que todo tiempo pasado fue mejor.